Caridad

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Cercanos ya los días del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, la Hermandad emprende la Campaña de Ayuda

Luz del Mundo

Durante los pasados días de Navidad, cuando todos nos afanábamos preparando las celebraciones de estas fiestas, que nuestra sociedad impone como máximo exponente de las reuniones familiares, íntimas, celebradas con los nuestros, surgió un acontecimiento que cambió, al menos por unas horas, las amables perspectivas  que se auguraban para esos días.

Como suele ocurrir, los sucesos trágicos que nos anuncian los noticiarios nos golpean mostrándonos la dureza de la existencia humana, que en nada se parece al mundo aparentemente feliz en el que nos movemos, sólo salpicado de nuestras pequeñas mezquindades sin importancia apenas.  Tales dramas alteran nuestro ánimo tan inclinado a la diversión y al deleite.

No recuerdo qué día fue, pero sí la convulsión que me produjo la tragedia, otra más, del terremoto que asoló una remota ciudad de Irán, la antigua Persia. La causa de tanta mortandad fue, cómo no, la pobreza. Aquellas gentes perecieron a millares porque vivían en una de las zonas más desfavorecidas del planeta. Durante los días siguientes se sucedieron las imágenes de aquel desastre humano, sin que pudiéramos paliar sus consecuencias. Recuerdo, eso sí, con asombroso estupor, el arrojo de unos pocos, conmovidos ante el drama, y dispuestos a aportar su ayuda desinteresada.

Resultó extraño, mejor, paradójico, el hecho de observar por televisión, a millares de personas desplazándose miles de kilómetros  para encontrarse con los suyos. Esforzándonos todos por comprender la necesidad que tenían los demás de retornar a sus hogares. Y en cambio, aquellos voluntarios preparándose para abandonar su confortable hogar e ir a un lugar de desolación, de muerte y dolor supremo.

Poco o casi nada pudieron hacer ante la magnitud de lo ocurrido. Durante los días siguientes, sólo unas pocas víctimas pudieron ser rescatadas de entre los cascotes y ruinas.  Pero yo no lograba apartar de mi mente a aquellos que habían marchado, dejando tras de sí, los afectos, las muestras de cariño de los suyos tan palpables y evidentes en Navidad.

Me pregunté entonces, y lo sigo haciendo hoy ¿Qué fue lo que sacudió a aquellos voluntarios? ¿Qué arrolladora voluntad les movía? ¿Un espíritu aventurero?  ¿Qué esperaban encontrar allí? ¿Qué necesitaban llenar en sus vidas con ello? Muchos, criticaron ¡Qué inutilidad! ¡Qué gasto tan innecesario! Y pareció, por los resultados obtenidos, que estos últimos tenían razón. Pero, ¿Tenían razón? ¿Fue inútil aquel esfuerzo?

Confieso con sinceridad que me asombró su generoso gesto. Un esfuerzo semejante en unas fechas tan señaladas me conmovió y me hizo reflexionar. ¿Qué era lo que celebrábamos? ¿Qué es esto de La Navidad? ¿Realmente nace Cristo en nuestras fiestas? ¿Quiénes somos los que celebramos su llegada? ¿Sus seguidores? ¿Nosotros?  ¿Los que sólo organizamos festines para festejar su llegada? ¿Realmente somos seguidores suyos? O son esos que marcharon. ¿Quiénes son sus verdaderos seguidores? ¿Quiénes son los que Él dijo que serían  la luz del mundo?

¿Cuántos de nosotros no hemos pasado al lado de un mendigo, incluso en esos días, acurrucado en alguno de nuestros portales, envuelto en cartones, mirándole a los ojos, y hemos seguido adelante sin detenernos? ¿A cuántos nos han molestado los pedigüeños mientras nos divertíamos? Incluso nos hemos atrevido a criticar a los poderes públicos o a las instituciones caritativas por no quitárnoslos de encima. ¡Es más! En el colmo del cinismo sospechamos incluso de la proliferación de las O.N.G. que, incansablemente, nos asaltan en los medios de comunicación. Y es que el bolsillo, no nos lo puede tocar nadie. Y, ya que estamos, mucho menos, nuestro valioso tiempo.

Creo que en aquellos días, unos pocos, muy pocos, nos mostraron la riqueza de ese gran tesoro escondido que Dios depositó en el corazón de los hombres y que nos convierte en auténticas imágenes de Dios. Ellos fueron los que mostraron esa luz, de la que Él hablaba, iluminando a todos. Que unos comprendimos y nos avergonzamos de la nuestra, tan leve e insignificante, y otros criticaron sin más porque, como a Él, no lo podían soportar. Esa luz que sólo podía venir de aquel pesebre remoto. En aquella noche fabulosa donde todo un Dios se nos dio generosamente. Y me di cuenta de lo lejos que estamos, la mayoría, de ese lugar, por mucho que nos empeñemos en representarlo en nuestros hogares. Lejos, muy lejos de esa imagen divina que se nos muestra reposando entre la paja, pese a nuestros esfuerzos de sacristía, nuestras misas solemnementes y nuestras buenas intenciones.

La pasada Navidad nuestras ciudades se inundaron de una luz cegadora, más intensa que esas lucecitas de nuestras calles. La verdadera LUZ que ilumina el mundo. ¡Oh mejor dicho! Fue portada de los noticiarios. Tan poco dados a mostrar las acciones de los verdaderos y auténticos hijos de la luz.

María del Rosario de la Chica Moreno

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Y esto no es caridad

“.... Y ESTO NO ES CARIDAD”

Hace uno días escuché mientras comía, una noticia que, además de sorprenderme por sus buenos augurios, me dejó inmóvil durante unos minutos, sin acabar de creerme lo que oía. Un grupo de personas se había propuesto y conseguido poner en el mercado unas piezas de artesanía realizadas por aldeanos de países pobres. Lo más interesante de todo era que quienes habían conseguido abrirles camino en el feroz mundo del comercio mundial, no se habían lucrado con ello. Eran un grupo de personas, algo así como una O.N.G. que trataba de obtener unos precios razonables, justos diríamos, dándoles el beneficio de lo obtenido íntegramente al artesano de forma directa. Con lo cual evitaban la manipulación de “terceros” y el abuso que las grandes multinacionales cometen con estos productos y sus creadores. Todo esto, con el fin de anular cualquier posibilidad de esa nueva forma de esclavitud que  nuestro mundo “del confort” ha creado. Por la que se obliga a miles de personas de estos países a trabajar durante la mayor parte del día en condiciones infrahumanas, sin salario y con tan solo alguna cosa para comer, mientras sus productos alcanzan en el primer mundo precios desorbitantes.

El joven portavoz de esta O.N.G. explicaba todo esto, mientras quienes le oíamos tratábamos de asimilar la veracidad de los hechos. Y de improviso, aquel joven matizó “... y esto no es caridad”.

Al oír esto último,  la alegría que había sentido se transformó en pesar. Aquel joven expresó, tajantemente, un sentir, creo que generalizado en nuestra sociedad, colmada de “derechos”, en la que la caridad está desprestigiada. Donde el hombre no tiene necesidad de ser querido y ayudado por sus semejantes, sino tan solo, de reconocérsele unos “derechos que le son inalienables”.

Nuestra sociedad  ha avanzado convenientemente hacia un bienestar que engloba la protección y el respeto del individuo que, como digo, no sólo está bien, sino que es deseable, no cabe duda. Pero cabe preguntarse ¿Es esto lo que necesita el hombre, nada más? ¿O sólo es un paso más? Un paso, no al bienestar alcanzado ya por poblaciones más favorecidas, sino a la auténtica felicidad. Felicidad que no se alcanza sólo en el respeto, sino con el afecto. Porque las acciones del hombre no tienen valor si no proceden del corazón.

Entre nosotros, con frecuencia se asume que virtudes como “la piedad”, “la caridad”, “la misericordia” son propias del pasado. Pertenecientes a sociedades injustas. Y como ellas cuestionables a todas luces.

Pero ¿Qué es la caridad?

La definición más exacta de la caridad  es una virtud (una disposición del alma) teologal (perteneciente a Dios) que consiste en: “Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos”. El hombre que pronunció esta frase hace dos mil años en una maltratada Palestina, y que hoy día es admirado, incluso por quienes se consideran agnósticos, orientó a sus seguidores hacia ese deseo del hombre, la anhelada felicidad, mediante la práctica de “el mandamiento del amor”. Nada hay bajo el sol más elevado, más sublime que este mandato. Sus beneficios conducen a todos, a quienes la practican y a quienes la reciben, directamente a la felicidad plena.

Entonces, ¿Porqué ese rechazo a la caridad?

Es cierto, y esto lo digo con pesar, hay que reconocer que en muchos momentos del pasado, se realizaron acciones bajo el epígrafe de “caritativas” que no eran tales.  Donde quienes tenían capacidad para ello, efectuaban donaciones, limosnas, repartían “pequeñas migajas” entre los más desdichados de la sociedad con el fin de asegurarse un buen puesto en “la gloria”. ¡Claro!, esto no coló entonces, ni cuela ahora. Estos malos ejemplos ensombrecieron otros, mucho más numerosos del ejercicio y práctica caritativa.

Al pensar en todo esto, viene a mi mente un lugar que invito a visitar. Una pequeña iglesia donde se instruye visualmente acerca de “los milagros de la caridad”, “las obras de misericordia”. Pequeña y recogida, acoge a los desterrados de este valle de lágrimas para “enseñar” acerca de la misericordia. En su única nave, dispuestos, en su origen, ordenadamente, encontramos unos hermosos lienzos ocupando prácticamente todo el espacio de las capillas laterales. Hoy en día, algunos de ellos han desaparecido de este lugar para ir a decorar salas de museos extranjeros.  Hasta en eso, el “Hospital de la Caridad” enseña y muestra la actitud egoísta y ambiciosa del hombre. Frente a esto, un Dios “educa”:   

“Porque tuve hambre y me disteis de comer”. Contemplamos la escena en que Jesús realiza la multiplicación de los panes y los peces. Jesús aparece en medio de los apóstoles en el momento en que se dispone a repartir entre la muchedumbre  el alimento que mitigará su hambre.  Esta conmiseración que muestra le conduce al deseo y  realización del milagro. Frente a este lienzo encontramos la representación de Moisés frente al monte de Horeb “Tuve sed y me disteis de beber”. En el lienzo se narra el momento en que Moisés hizo brotar el agua de una roca en el desierto para dar de beber al pueblo de Israel que moría de sed. La compasión de Dios es patente e indiscutible. La escena está embellecida por las actitudes de quienes han saciado su sed, frente a quienes, de forma dramática, beben el ansiado líquido. “Desnudo y me cubristeis”. Es un lienzo hoy desaparecido del lugar que ocupaba y representa el regreso del hijo pródigo. El padre abraza con ternura el despojo de hombre que tiene ante sí, que contrasta vivamente con los criados. En el lienzo sólo se alegran de ver al hijo, el anciano padre y un perrito diminuto. “Fui huésped y me recogisteis”.  Abrahán recibe a los tres ángeles. Este delicioso cuadro nos presenta al patriarca sentado a la sombra de un árbol en actitud de súplica, frente a los tres jóvenes caminantes.  Nadie como él conocería los rigores del viaje, por ello insiste en su invitación. “Enfermo  y me visitásteis”.  Cristo, conmovido ante el paralítico,  se apiada de él y extiende su brazo hacia el enfermo. “Estuve en la cárcel y vinisteis a mí". La misericordia de Dios se muestra al enviar al ángel para liberar a Pedro de su prisión. Nuevamente Pedro queda sorprendido por la reacción de Dios.

Además de estos, el recinto alberga dos ejemplos más de obras misericordiosas: "San Juan de Dios llevando en brazos a un enfermo”. Obra realizada en contraste de luces y sombras para realzar el hecho extraordinario de la ayuda de un ángel al santo para conducir al enfermo al hospital. Todo ello, para enseñar a los hermanos que, al igual que San Juan de Dios, serán auxiliados por el cielo en caso de dificultad. “Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos”. Obra excepcional en la que destaca la actitud generosa de la reina.

Como vemos, la abrumadora mayoría de los ejemplos expuestos son realizados por un Dios amante del hombre. Dispuesto generosamente a reponer situaciones, muchas de ellas causadas por el ser humano. Su ternura y amor son las causas de estas obras.

Por todo esto y mucho más, aquel joven de la televisión me dejó desconcertada. Evidentemente no sabía o no conocía nada de esto. Aunque he de reconocer eso sí, que él, sin saberlo o sin querer admitirlo, actuó de modo semejante, con generosidad y desde el corazón. Eso es, precisamente, hacer CARIDAD.

María del Rosario de la Chica Moreno

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