Formación

¿TEMOR DE DIOS?

A menudo comprobamos que en el Antiguo Testamento hay momentos oscuros, de difícil comprensión para nosotros. Incluso nos hemos sorprendido al leer las actitudes calificadas como ejemplares por aquellos hombres que nos son difíciles de asimilar y en muchas ocasiones contrarias, al concepto del bien. La mayoría de las veces tomamos estos hechos como excusa para rechazar estos libros como idóneos para la búsqueda de Dios. Cuestionándonos por la dureza que describen, si estos libros pueden realmente considerarse  “Revelación Divina”.
La sociedad en la que vivimos es también muy distinta de aquellas que nos relatan estos libros y por eso se acentúa aún más la distancia que nos separa de los pensamientos que bullían en los hombres que formaban aquellas sociedades primitivas. Las formas de vida, tan diferentes de las nuestras, son otro motivo de distanciamiento. La percepción del universo y las relaciones entre todos los que lo componían: Dios, la tierra, el hombre, las bestias; son, no sólo diferentes a las nuestras por que ellos desconocían mucho y nosotros entendemos todo, si no por que mientras ellos andaban preocupados por la manera de agradar al Creador, nosotros cuestionamos  o sencillamente negamos su existencia.
Pero lo que verdaderamente nos distancia de ellos son las palabras. Si; ellas son las culpables de la mayoría de nuestros desencuentros. Precisamente ellas; aunque sean al mismo tiempo la vía por la cual conocemos los hechos que se relatan. Aquellas historias, aquellos hombres, aquellas vidas desgranadas en las páginas de la Biblia son contadas con un lenguaje diferente al nuestro. Naturalmente no nos referimos al idioma, sino al lenguaje utilizado. Aludimos al sentido de las palabras. Cada una de ellas tiene un significado concreto y único en una frase, en un momento dado. Ellas pueden tener varios significados pero una vez seleccionadas dentro de su contexto; su sentido es único. Si a todo esto añadimos que al ser muy utilizadas sus significados pueden variar a lo largo de generaciones. Y sabemos incluso que puede darse el caso del desgaste de las mismas. Es decir, que se produzca el deterioro de la idea que pretendía transmitir la palabra. Un buen ejemplo de lo que decimos es la palabra Amor. Es tal su desgaste que la pronunciamos sin apreciar su auténtico significado.
Por todo ello, pensamos que al leer el Antiguo testamento debemos tener presente todas estas consideraciones. A pesar de que la complejidad de las explicaciones pueda hacer pensar a quienes no se sienten seguros en sus convicciones religiosas, que estamos tratando de embaucarles.
Ahora bien, de todas las afirmaciones que encontramos en estos libros que tienen difícil y honda explicación la más chocante es esta  “Temor de Dios”.  Todos hemos oído esta sentencia. Pero la mayoría de nosotros la hemos rechazado por que nos parecía que mostraba un concepto de Dios que nos es ajeno. ¿A Él hay que temer? Muchos de nosotros nos hemos preguntado ¿Porqué hay que tenerle miedo a Dios? Después de reflexionar brevemente hemos exclamado ¡A Dios hay que amarle, no temerle! Nuestro concepto Dios, como digo, nos impide aceptar y asumir esta afirmación tantas veces pronunciada en los textos bíblicos.
Desde la niñez nos la han repetido invariablemente.  Nos han explicado: a Dios hay que temerle por que Él es el Creador. Todo existe porque Él quiere. Ni el más pequeño ser, por diminuto que sea, existe sin su aquiescencia. Nada escapa a su plan. Él es el Señor de la historia. Todo sucede con arreglo a un proyecto establecido. Por tanto, si en nuestra vida reina la felicidad. Nos hallamos rodeados de familiares queridos. No nos falta el trabajo. En definitiva, disfrutamos de una buena situación económica y social. Indudablemente nos sentimos afortunados. Sabemos, que todo se lo debemos a Dios, y “le tememos”. Ya que al igual que nos lo da; nos lo puede quitar. Quizás, como nos decían, porque no respondamos a sus perspectivas. O quizás, porque estos bienes se los conceda a otro. Por eso, nos decían, hay que “temerle”.
También nos puede suceder que no obremos como Él desea. Y una vez, tras la muerte, llegados a su presencia nos increpe nuestras maldades. Nos recuerde, una a una, todas nuestras malas acciones. O aquellas que no fuimos capaces, o no quisimos hacer. Y el juicio de Dios ¿Quién lo puede resistir? Y  “tememos” porque sabemos que es Justo. Y su Justicia no nos absolvería.
Pero Jesucristo nos mostró a un Dios extraordinariamente misericordioso, “lento a la cólera y rico en clemencia” nos afirma el Libro Sagrado. Un Dios afectuoso en extremo. Como aquel padre del “hijo pródigo” que olvida ultraje y abandono con sólo ver al hijo de regreso a casa.  Si esto es así. Si Dios es como Jesucristo nos lo describió ¿Por qué hemos de temerle?
Consideramos que esta frase tantas veces repetida tiene un significado muy distinto, en realidad, de lo que entendemos a primera vista por “temor de Dios”.
Siempre se ha considerado que las obras de Dios nos hablan de Él mejor que el más erudito de los teólogos. Y por ello, nada mejor y más sencillo que contemplar su obra para escrutarle. La naturaleza indudablemente, es la primera que nos muestra las excelencias del Creador. Si nos subimos a la cima de un monte y contemplamos todo lo que se extiende a nuestros pies indudablemente nos sentiremos emocionados hasta las lágrimas, por su incomparable belleza. En un primer momento, quedaremos concentrados tan sólo en lo contemplado. Intentando percibir todos los matices que el panorama nos muestra. Como todo lo auténticamente bello nos proporcionará sentimientos de alegría y felicidad. Nuestro espíritu, conmovido, buscará el origen de tan espectacular escenario. Indudablemente nos  hallaremos pensando en el Creador de todo ello. Y reconoceremos, al instante, su grandeza en justa medida. Y recordamos aquellas palabras... “Mil gracias derramando,/pasó por estos sotos con presura,/y yéndolos mirando,/ con sola su figura,/ vestidos los dejó de hermosura.” Y nos invadirá un sentimiento de admiración inigualable. Percibiremos como un trocito de su verdadera esencia. Y nos envolverá un “temor” que nada tiene que ver con el terror y el miedo, si no que nacerá de la admiración. Admiración que se torna al instante en amor. Por esto creemos que el sentido de esta expresión “teme de Dios” es “conoce a Dios”. Lógicamente, atisbar su esencia o sea, entenderle tiene como consecuencia inmediata:  amarle. Por ello, insistimos creemos que nos recomienda “amar a Dios”.
En el Antiguo Testamento, hay un libro que describe como ninguno este sentimiento que todos hemos experimentado, pero que es difícil de expresar. Para algunos, la razón de que este libro se encuentre entre los libros Sagrados no es otra que la descripción entre la unión de Dios con el pueblo elegido o la unión Jesucristo con su Iglesia. Pero que describe con una belleza insuperable el amor que el hombre puede experimentar en plenitud. Que no es otro que el amor entre dos amantes en el día de sus bodas. En él encontramos descrita, como decimos, esta sensación de temor que nos invade al contemplar al ser amado. Y así leemos: “... Hermosa eres, amiga mía, como Tirsa,/amable como Jerusalén,/temible como batallones de guerra/”


El colmo de la sabiduría consiste en temer a Dios, y sus frutos producen plenitud.
Llenará toda su casa de bienes, y de sus tesoros todas las recámaras.
Corona de la sabiduría es el temor del Señor, que da paz cumplida y frutos de salud.
La sabiduría reparte la ciencia y la prudencia inteligencia, y acrecienta la gloria de aquellos que la poseen.
La raíz de la sabiduría, es el temor del Señor, y sus ramas son longevidad.
En los tesoros de la sabiduría se halla la inteligencia y la ciencia religiosa; mas para los pecadores la sabiduría es abominación.
El temor del Señor destierra el pecado.
Quien no tiene el temor, no podrá ser justo; porque su cólera exaltada es su ruina.
Por algún tiempo sufrirá el que padece, mas después será consolado.
El hombre sensato retendrá sus palabras hasta cierto tiempo, y los labios de muchos celebrarán su prudencia.
En los tesoros de la sabiduría están las máximas de la buena conducta de vida; pero el pecador detesta el culto a Dios.  (Eclesiástico 1: 20-32)

Devociones Populares

DEVOCIONES POPULARES


En cuaresma, la religiosidad popular ha desarrollado una serie de actos paralelamente a la Liturgia para vivir, a su modo, pero intensamente los acontecimientos que culminarán en los trágicos sucesos de la Pasión de Cristo. Éste tiempo de preparación para la Semana Grande del cristianismo está sembrado de celebraciones profundamente populares, nacidas de las entrañas del pueblo llano y sentidas como propias. Tan propias que pese a los aires paganos de una sociedad extraordinariamente materialista las nuevas generaciones vuelven sus ojos en busca de lo divino a través de ellas. Como si éstos jóvenes  comprendieran en su interior que ése es el camino. Aunque probablemente muchos de ellos al reflexionar, no hallarían ningún motivo que exponer para obrar así. Intuitivamente actúan como lo hicieron sus ancestros guiándose por los impulsos de su corazón, más que por las enseñanzas de la Iglesia.
Todo esto ha provocado en nuestros guías espirituales no pocas tensiones con las asociaciones que más difunden estos actos como son la generalidad de las Cofradías y Hermandades.
Aunque es necesario decirlo la Iglesia ha comprendido la importancia que estas manifestaciones tienen para los fieles y ha determinado servirse de ellas para reconducir dócilmente a los fieles a los templos y a la Liturgia. O sea al encuentro de éstos con Jesucristo Sacramentado. No, no es que los devotos se hubiesen apartado de la Iglesia ni física y espiritualmente, sino que su devoción por las imágenes y  la preferencia dada a los actos expresamente concebidos por ellos no fueron comprendidos ni  aceptados por el clero, que veía el peligro de un alejamiento de los fieles a  la Eucarística: al encuentro del creyente con Cristo vivo.
La religiosidad popular asume este periodo cuaresmal como un tiempo de preparación y penitencia. Para ello se desarrollan una serie de cultos específicos para este tiempo de espera. En la mayoría de las Hermandades se desarrollan los cultos que la tradición de cada una de ellas ha adoptado para su preparación a modo de ejercicios espirituales cuaresmales. Nos referimos a los Triduos: (tres días) aplicados a Jesús Sacramentado o a María Stma. Quinarios: (cinco días) Recordando las cinco llagas de Cristo. Septenario: (siete días) Meditando las siete últimas palabras de Cristo crucificado o los siete dolores de María. Novenas: (nueve días) Profundización en la vocación de Cristo en su Pasión.
Mención aparte merece la celebración del Vía Crucis ejercicio surgido en las comunidades de la Alta Edad Media goza de gran popularidad y el considerado por la Iglesia como muy adecuado para el tiempo que tratamos. Se detiene en la meditación de las escenas más significativas de las últimas horas de Cristo desde el Monte de los Olivos hasta el Gólgota. Ese camino que Él recorrió es seguido por sus discípulos meditando las actitudes del Maestro en cada una de las circunstancias que debió de afrontar durante ése último viaje. Consta de catorce estaciones y se oficia generalmente cada viernes de cuaresma.
Las devociones más significativas de nuestro pueblo en ese tiempo son los Cristos de Pasión. Aquellos que presentan al Redentor durante las terribles horas de su Pasión. El pueblo llano se estremece al contemplar el paso de esas efigies maltratadas de “el más inocente de los hombres”. Lo injusto del proceso al que someten a Jesús les hieren, les queman  como un hierro candente. El dolor de sus negativas y alejamientos del hombre cuya imagen  pasa frente a ellos, es decisivo para la conversión. Todo esto y  probablemente mucho más provoca la imagen de Jesús con la cruz acuestas, EL NAZARENO. La visión del calvario, lugar de consumación de la más injusta de las sentencias es otra imagen cuyo magnetismo es difícil captación psicológica. LOS CRUCIFICADOS representados durante los últimos estertores de vida o traspasados ya por la lanza del soldado atraen las miradas como un haz de luz en la oscuridad. Impresionados ante esta visión,  los fieles elevan  rogativas penitenciales al Padre. Los DOLORES de la Madre han despertado siempre entre el pueblo fiel una devoción singular. La Madre, que contempla el atroz cumplimiento de la sentencia sin desfallecer, firme, de pie junto a la cruz del Hijo, ha provocado un sentimiento de adhesión tal que ha merecido por parte de los creyentes un especialísimo culto. La visión de las ANGUSTIAS de María al abrazar el cadáver del Hijo antes de ser conducido al sepulcro y la SOLEDAD en que queda sumida la Madre del Redentor ocupa lugar destacado en los corazones de los hombres conmovidos por un Dios reencontrado y comprendido desde el corazón.
Concluir sin hacer mención la SANTA FAZ que en  tiempo pasados fue signo y orgullo de la fe de nuestra tierra es circunstancia que no vamos a permitir. Hoy en día, ése icono que nuestro templo mayor guarda, no tiene la devoción que nuestros ancestros le prodigaron. Como toda imagen de Cristo tiene la fuerza de la atracción hacia quien representa. No es Cristo, pero sí su imagen y como tal debe ser venerada por todos.

La procesión no es sólo el acto más público y notorio que efectúan las Cofradías, sino el más polémico. En esta lucha interna entre los que abogan por una Iglesia asequible y sencilla despojada de todo ornato muy próxima a la simplicidad luterana frente a quienes defienden la riqueza cultual católica, éste acto público no carente de cierta provocación,  a menudo ofende sensibilidades. No porque se comprenda su sentido, sino por la esplendidez  de su manifestación. Lamentablemente, no provocamos a quienes nos ven por manifestar que “la cruz, el nazareno, el crucificado, el resucitado, Jesucristo, es el Redentor” “Nuestro Dios” “Que ésta es nuestra fe”, insultamos por atesorar enseres hermosos y revestir el cortejo de suntuosidad. Incluso, a sabiendas de su falsedad, se nos increpa que es la única actividad que realizamos a lo largo del año.
Nos consideramos “malqueridas” en esta gran Comunidad que es la Iglesia porque a juicio de todos, propios y extraños, sólo estamos interesadas en lucir objetos y ornamentos fastuosos olvidando lo más elemental de la doctrina cristiana, la caridad. Es más, se afirma que entre nosotros hay rivalidades y competiciones por ser los más elegantes, los más ricos, los más...
Indudablemente hay muchos que no nos quieren. No podemos explicarlo de otro modo. Pues necesario es reflexionar que lo que en los hombres hay de “anhelo de Dios”, de la búsqueda de lo divino está cargado de lo mejor de nosotros mismos ¿Quién puede negar esto? Cuando nos acercamos a Él, por medio de la oración, visitando un lugar sacro o contemplando una imagen sagrada que nos sale al encuentro nos predisponemos generosamente a la bondad. Nos hacemos mejores, brota en nuestros corazones los sentimientos más puros y nobles ¿Quién puede dudar de esto? Y nos preguntamos asombrados ¿Quién puede acercarse a Dios albergando maldad en su interior? ¿Quién puede permanecer cerca de Él con actitudes mezquinas? ¿Cuál es, por tanto, el verdadero sentido de esta riqueza manifiesta?
Casi nadie se extraña al entrar en un templo construido en siglos pasados de las maravillas que contiene. Nada más entrar el altar mayor nos atrae y nos atrapa. A medida que avanzamos, esa gran máquina dorada se nos hecha encima y nos retiene con su resplandor. Es imposible apartar la vista de él. Las escenas de la vida de Cristo o María dispuestas en sus calles compiten con imágenes de ángeles y santos colocados en los intercolumnios para captar nuestra atención. Rodeados todos ellos de volutas, pilastras y columnas recubiertas de pan de oro cuyo fulgor, que imita la luz de la gloria, ha quedado apagado por siglos de pátina y polvo. Las capillas de las naves laterales más modestas en dimensiones, representan en imágenes a tal o cual santo, como una ventana abierta al cielo a través de la cual se nos presenta uno de nuestros hermanos en la fe glorificado como nexo de unión entre el mundo invisible y el visible, con sus inevitables tímpanos sostenidos por jambas arquitectónicas y doradas. Todo les pareció a quienes construyeron y adornaron el edificio digno para la casa de Dios. Incluso la fábrica con sus sillares de piedra regulares, sus bóvedas y artesonados de maderas nobles, sus portadas bellas y elegantemente decoradas. Todo parecía propio para el que habita el recinto. Y a nosotros a fuerza de verlo, natural y adecuado. Es más, nos gusta. Nos gusta tanto que elegimos cualquiera de estos vetustos templos para celebrar nuestros acontecimiento familiares más significativos, dejando de lado esas insulsas, frías, modestas y... feas iglesias que tanto proliferan en nuestros barrios nuevos. Lo más chocante de todo es que aquellas gentes que hicieron posible esos templos y que los decoraron con los objetos más bellos y ricos de su tiempo pertenecían a sociedades menos confortables que la nuestra.
En nuestros pueblos aún se nos muestra visiblemente la importancia que para todos nuestros antepasados tenían “las cosas de Dios”. Así al divisarlos de lejos presentan una imagen insistentemente repetida. En torno al caserío, en lugar destacado, se alza como punta de lanza, una construcción más elevada y grande. Aunque los materiales sean idénticos al resto de las construcciones, la Iglesia es perfectamente identificable incluso de lejos.
En cambio, en nuestras ciudades cada vez se hace más difícil localizar una Iglesia de nueva factura. En ocasiones parece increíble el lugar que ocupa: un bajo de un edificio de viviendas, una nave que en la mayoría de los casos encontramos toscamente terminada. Paredes sin enlucir, forjados vistos, pavimentos baratos conviven con imágenes solitarias situadas en medio de paredes desnudas que estremecen al contemplarlas por su gélido ambiente.
Nuestra sociedad es capaz de construir este tipo de templos en medio de urbanizaciones de lujo donde las comunidades de vecinos gozan de espacios verdes, canchas de deporte y piscinas exclusivas y parecerles bien. Somos capaces de mantener una Iglesia en una nave hormigón cubierta de uralita durante años con un una escuálida cruz en su lado más visible en medio del lujo más sofisticado y no sorprendernos ni avergonzarnos. Es más, somos capaces incluso de justificarlo: Nuestro Dios, todos lo sabemos, se humilló para hacerse uno de nosotros. Incluso más, nos advirtió que Él estaría en todos aquellos desheredados del mundo. “Los sin techo”. Por ello creemos que le es ajeno todo atisbo de riqueza y por eso nos parece bien que la suya sea la casa “más humilde” del barrio.
Desechamos, por tanto, esos proyectos de antaño, esas construcciones espléndidas y suntuosas que no fueron levantadas para orgullo de los hombres, como creemos, sino para acercar y mostrar a los fieles ese lugar perfecto y bello que es “la ciudad donde habita Dios”. Acercan la magnificencia terrena al esplendor celestial. Los dorados, la belleza de las imágenes, las obras artísticas de los hombres imitan la belleza de la Gloria, obra de Sus Manos.
A nosotros estos templos nos sirven sólo de reclamo turístico para nuestras ciudades y para “decorar”, como dijimos al principio nuestras celebraciones particulares más significativas.
No entendemos, ése es el problema. Y como no entendemos esto, tampoco comprendemos porqué una Cofradía que se manifiesta por las calles portando objetos ricamente decorados sigue haciendo uso de esa magnificencia que muestran nuestras antiguas Iglesias como un claro signo de la prolongación del templo al exterior. Todo lo que una Cofradía muestra en su cortejo pertenece “a lo sagrado”. Así cuando un “paso” que no es más que un “altar móvil” ricamente decorado es asistido por un servicio de acólitos lujosamente vestidos manifiesta su pertenencia al “Señor de la Gloria” al “Rey de Reyes”. Ése es su sentido y significación.
Y por esto, si la imagen dolorosa de la Madre de Dios nos es presentada bajo palio y luciendo ornamentos reales, corona y manto ricamente decorado, queremos manifestar que Ella, Madre del Cordero Pascual, al participar junto a su Hijo de su Pasión, Muerte y Resurrección y en atención a ello, fue elevada por el Altísimo y proclamada “Reina del Cielo”. O sea por medio de la representación de la imagen del María se muestra ante los fieles una verdad catequética: María, madre del Redentor y Co-Redentora es proclamada Reina del Cielo.
Si, no nos olvidamos, sabemos que la mejor excusa, perdón razón, que tienen todos los que critican el fasto de siglos pasados de las iglesias viejas y las procesiones  es el recuerdo de los pobres. De repente todos se acuerdan de esos hombres desheredados, apartados injustamente de su herencia, de lo que les corresponde por derecho en este mundo. Se tiene la certeza de que “si los templos se despojaran (Despojarle a Él, no a  nosotros) de sus riquezas, la pobreza quedaría erradicada. Como cuento no queda mal. Lástima que lo sea. Pues la pobreza es hija de la injusticia que provoca la rapiña y el robo de quienes no se contentan sólo con lo suyo y quieren también lo que tiene los demás. Porque no se trata de despojarnos de algo de lo que tenemos (como limosna) sino de no consentir  el hurto antes aludido. No habrá, como no lo hubo en tiempos pasados (luteranismo) ni siquiera una reducción de la pobreza (como tampoco la hubo entonces) si se tomara la decisión de despojar a la Iglesia de sus riquezas. Pues como entonces, la avaricia, hija del egoísmo, impediría el justo reparto de la riqueza.
Con esto no queremos decir que no debamos ocuparnos de estos nuestros hermanos más desfavorecidos, al contrario. Todos sabemos que quienes son generosos lo son en todo. Por ello no cabe pensar que quien “atiende a Dios” y a las necesidades de “su casa” no se preocupe de aquellos que “son Sus preferidos”. Aunque naturalmente se hace en la medida de sus posibilidades.

Documentos Pontificios

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A menudo oímos, sentados en el comedor de nuestra casa, que el Papa ha dicho... , Su santidad ha recomendado... , el Sumo Pontífice ha advertido acerca de diversas materias planteadas a menudo en los foros internacionales, o expuestas a una sociedad que camina en busca del desarrollo integral del hombre. Con frecuencia escuchamos sus consejos, meditamos sobre ellos y extraemos nuestras conclusiones.

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